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viernes, 17 de octubre de 2014

"Qué barato es estar triste y qué costoso sentirse feliz".


No deja de asombrarme lo equivocados que estamos. Una y otra vez nos precipitamos cometiendo los mismos errores, tropezando con las mismas piedras. Una y otra vez creemos que Diógenes, aquel que rechazó la oferta de Alejandro Magno casi con osadía, prefiriendo seguir tumbado en el suelo sin nada ni nadie que le felicitara por su manera de vivir, estaba loco.
Una y otra vez, crisis tras crisis, creemos que objetos materiales y demás cosas pagadas con dinero van a llenar vacíos creados por personas y, lo que es aún más curioso: que todo ese montón de basura nos va a hacer feliz de algún modo.

No dejamos de buscar la felicidad en algo concreto. No dejamos de intentar limitarla indudablemente. Creemos que es una especie de cosa que, una vez la encontremos nos hará ver todo de otra forma. Pensamos que no tenemos que pensar, y pensándolo, ya pensamos; y concluimos algo: ¡Qué barato es estar triste y qué costoso sentirse feliz!
Seguimos empestillados en que la felicidad permanece oculta en algo y sin saberlo, lo complicamos: la estamos escondiendo nosotros mismos, la alejamos del ámbito en el que nos movemos diariamente. Conforme más la buscamos, más nos alejamos de ella: más nos sentimos muy por debajo de esa aspiración que nosotros mismos fijamos.

¿Por qué no sentirnos felices desde ya? Muchos considerarán que confundo el conformarse con la felicidad, muchos otros entenderán lo que vengo a decir si sienten algo análogo.
Si tenemos que esperar a que nos toque la primitiva para sentirnos de ese modo, felices, muy posiblemente muramos sin llegar a serlo. ¿Por qué esperar a tener coche propio para sentirse así? ¿Por qué esperar a que esa persona se decida por ti? ¿Por qué hacerlo depender a ese estado de ánimo de condiciones inverosímiles cuya responsabilidad no está a nuestro cargo? "Cuando tenga carnet de conducir seré feliz." "Cuando pueda entrar en las discotecas." ¿Necesito que me concedan una matrícula de honor para ser feliz? ¿Por qué limitar ese sentimiento a una serie de objetivos que, desde el momento en que se fijan, ya me parecen completamente lejanos e inalcanzables? ¿Por qué sustentar y hacer depender la felicidad de cosas que se tornan imposibles desde que las desdibujas?
Son muchos los porqués y pocas las respuestas que encuentro. Pocas respuestas, y muchos resignados a la propia resignación, al mirar hacia abajo, a la infelicidad que, por suerte para ellos, no es tal cosa. La felicidad es mucho más que burdos objetos materiales, y un infeliz porque carece de iPhone, no es sino un lego en la asignatura más importante: la de la vida misma.

Siento que la felicidad está al alcance de nuestra mano pero no somos capaces de verla. Nos negamos a verla. Estamos demasiado ocupados en pensar lo desgraciados que somos. Es como quien pretende ver sencillamente o blanco o negro en un completo arco-iris, negándose a entender la grandeza visual del mismo.
Quizá no somos capaces de verla porque pensamos que está en el horizonte, que debe ser algo mucho más grande de lo que tenemos, algo por encima, no simplemente “eso”. Horizonte, claro está, en sentido desesperante y no en un sentido esperanzador y provechoso: horizonte en el sentido por el cual éste se aleja a la par que avanzamos hacia él.

Quizá porque confundimos “felicidad” con “utopía”, con “sueños”, no debiendo de ser así según mi propia óptica. ¿Abarcar lo inabarcable? ¿Copiar estereotipos que son impuestos?: hoy, según observo, la felicidad consiste para muchos en tener capacidad de adquirir, ser, conseguir, lo que se le antoje. Tener poder. Y de esos muchos, gran parte reflexionarán al ver que no por ese poder aumentado su felicidad se ve aumentada.
No deja de ser absurdo: nos hacemos llamar vida inteligente para diferenciarnos de aquellos seres y, en realidad, somos nosotros quienes tenemos las hipotecas. Es el perro del hombre triste el que persigue su propia cola y, después de todo, parece feliz en su tarea. Cambiamos nuestras metas, nuestras aspiraciones, constantemente. Y las volvemos a cambiar. Y seguimos creyendo que nuestra vida necesita un cambio. Y seguimos pendientes del gato que sigue lamiéndose, despreocupado, viéndote a ti mientras le compras la comida.

La solución es bien sencilla: la felicidad hay que simplificarla, no complicarla aún más. Somos complejos y complicados, tenemos pues que facilitar la tarea. Hemos de intentar tenerla bajo control, que no se nos escape. Podemos ser felices con lo que tenemos, y, de hecho, no concibo una felicidad que dependa de cosas que no tenemos, que están por llegar o, ni mucho menos, de cosas que desgraciadamente todo apunta a que no van a llegar nunca, en ningún momento. Las cosas que nos definen, con lo que tenemos. Con un par de hamburguesas, con encontrarte dinero, con escribir, con leer, con ir a clase, con salir de vez en cuando, con reír. Con charlar con tus padres, con tus amigos, con todas esas pequeñas cosas que desprestigiamos pero que, de hecho, son esas las que nos definen, y no esos sueños que penden no de hilos, sino de algo más endeble aún.

La felicidad no es algo concreto, es un estado mental. No es un objeto que precise ser conservado, es una emoción que precisa mantenerse viva. Podemos acercarnos a él, a ese estado mental, si tenemos la predisposición adecuada, si somos capaces de valorar lo que ya tenemos,
Es curioso, pues si lo ves de esta forma se comprende cómo Diógenes pudo rechazar la oferta del gran Alejandro Magno.


Cabe recordar algo, como último apunte: lo barato sale caro.




Dedicado a quienes esperan con ganas que siga escribiendo. A esos que me ayudan a sentirme un poco más feliz.
Dedicado también a mi compañera de hamburguesas (CBO), con la cual charlo a menudo y me inspiro para escribir este tipo de sandeces.