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miércoles, 26 de marzo de 2014

"¿A quién le importa que llegue tarde la chica?"

Constantemente tenemos la necesidad de etiquetar todo cuanto hacemos o vemos. Ésto es bonito, aquello es grandioso; ésto es feo, aquello me encanta. Eso ya no me gusta, y lo otro resulta conmovedor. Hoy tienes novio, y mañana será tu esposo. Ayer querías ser feliz, y hoy estar contento. Muchas de éstas palabras no se corresponden con las sensaciones que éstas expresan, y los filósofos constantemente discurrimos y filosofamos sobre el tema. Así, también filosofamos sobre la voluntad, sobre el pensamiento, sobre el bien y el mal, sobre la belleza, sobre la naturaleza, sobre el tiempo; y sobre tantas otras cosas que, a su debido tiempo, obtienen su debida respuesta; siempre susceptible a ser mejorada.
La mente actúa lo mismo como cárcel de ideas, que como fábrica de sueños; y es verdad. Aquel pájaro que nace enjaulado piensa que la locura yace en el poder volar: es una enfermedad que se expande con facilidad. ¿Es verdad el mundo aparte que se crea Kafka? ¿Era necesario aquello de "Platón es mi amigo, pero la verdad es más mi amiga" de Aristóteles frente a Platón, anteponiendo la teoría filosófica a la amistad entre ambos? ¿Es cierto que los grandes pesares son más frecuentes que los grandes placeres, como aseguraba David Hume?
Lo cierto es que todo lo dicho tiene su parte de verdad, pues parece ser que el negar a algo su verdad hace que pierda el sentido, así como también hay verdades que no merecen el exhaustivo análisis de un filósofo.

El protagonista de El Guardián entre el Centeno se sentía arrastrado hacia la búsqueda de una verdad que, por más que perseguía, se le escapaba. Buscaba una esencia, un porqué al que agarrarse, su verdad, y éste mismo se postergaba constantemente: se sentía vacío, no encontraba su lugar, y, esta sensación le hacía andar de acá para allá tomando taxis, buscando su sitio, con la particular inmadurez que le caracterizaba. Es triste darse cuenta de que estás fuera de juego, de que careces de algo y que nadie te alertó de ello: eres tú tu propio árbitro. Lo es triste para Holden, como para cualquiera que en algún momento se ve fuera de sí, desubicado. ¿Qué horizonte hay que seguir ahora? De haber varios en número han pasado a ser ninguno, o éstos se han multiplicado de manera exponencial hasta confundirte. Debes tú dar el paso y enfrentarte a tu sombra, que no deja de perseguirte, acosándote con el mismo rollo de siempre: "hay algo que no encaja", "esa pieza no va ahí", "el de ayer no eras tú, y lo sabes", manifestado en voz de quienes te conocen o en tu propio subconsciente por medio de sueños o sensaciones. Todo ello con un riesgo añadido, como es el de que quien persigue infatigablemente la verdad corre el riesgo de hacerse con ella, descubriendo en ella incalculables placeres, o profundos pesares.
Claro que, es éste el juego: siempre tenemos que andar a la carrera, tras algo, como aquel perro que persigue un coche. Cuando el coche se detiene, el perro lo hace también. Lo persigue sin ninguna razón, pero, al mismo tiempo, tiene todo el sentido. Alberga toda la razón en sí, sin que podamos decir a ciencia cierta el porqué. Algo así nos pasa a nosotros, y pasa que, al intentar comprenderlo de cerca, nos decepciona. Si el capullo de la flor sigue cerrado, más vale abstenerse a abrirlo y esperar.


Aunque no es lo aconsejable, siempre cabe la posibilidad de que una vez atrapada la verdad con ambas manos cual pájaro, y siempre tras haberla contemplado un instante para cerciorarnos de que era aquello que creíamos desde un principio, podemos dejarla volar lejos, con el único fin de que deje de acecharnos. ¿Qué más da que algo sea o no cierto? ¿Qué más da su valor de verdad? Si no nos influye de manera positiva, podemos dejarlo ir. A fin de cuentas, para realizarnos no nos interesa.



"Le dije que no, aunque la verdad es que se había retrasado diez minutos. Pero no me importaba (...). Si la chica era guapa, ¿a quién le importa que llegue tarde? Cuando aparece se le olvida a uno en seguida."

                                                                   
                                                                            -Holden Cautfield (El Guardián entre el Centeno).




domingo, 16 de marzo de 2014

"El incesante choque".



Vivimos de una peculiar forma: tenemos, por un lado, placeres del corazón, que nos mantienen vivos, son auténticos, nos impulsan, nos realizan y nos hacen estar un poco más cerca de ese horizonte que perseguimos, llueva o nieve. Por otro lado, se encuentran los placeres del cuerpo, que son totalmente diferentes, a los que Platón dedicaba sus más despreciables palabras, y, asimismo, a los que Nietzsche por su parte dedicaba toda su admiración y valía.
El griego tachaba los placeres del cuerpo de efímeros, de algo que no tiene valor alguno, que nos causa hasta cierto punto una desgracia. Son algo del mundo sensible, y no provenientes de la perfección e infinitud propias del mundo de las Ideas. No nos realizan en profundidad: no sentimos con ellos el mariposeo del estómago ni nos acercan a la existencia auténtica a la que aspiramos. Son mortales, no nos conducen, por ello, hacia la purificación de nuestro alma tripartita. Por el otro bando, en su completa antípoda, Nietzsche recalcaba la importancia de éstos, su valor, y la consecuente decadencia en la que se encuentran éstos, al otorgar el valor a la moral judeo-cristiana, la cual se encarga de alejarnos progresivamente de todo lo relacionado con éste placer. Lo catalogan como prohibido, cuando, en realidad, a ojos del filósofo de gran bigote, son éstos los que nos conducirán a la felicidad. Y surge inevitablemente la duda: ¿quién lleva razón?

El espectador se siente arrastrado en este espectáculo en el que, a pesar de lo que haga no saldrá vivo, ni podrá cambiar mucho más de lo ya cambiado hasta ahora: morirá preso de la ficción, llegando a confundirse en ciertos momentos en los que ambos ámbitos se solapen y parezcan igualarse en su sentir. Observa con cierta distancia y cautela el escenario, entrando a formar parte al mismo tímidamente siempre que se le invita. Se siente exponente de aquellas pasiones que, lo mismo que animan, amenazan la vida, su vida. Vida en la que cuando encontramos cierta estabilidad sentimos cómo una de las partes se desboca, y nos alerta. No hay nunca nada garantizado, y quizá sea eso por lo que todo es maravilloso. Maravilloso, pero peligroso, claro.
Nuestra mente reflexiona al albor de lo que sucede, nos hace pensar en nada y en todo, en un instante, y en conclusión -con esa mirada impenetrable y fija que clavamos en algún lugar de alguna habitación, mirada de la cual muchos se hacen conscientes- nos damos cuenta de que hay algo que no encaja, naciendo con ésto el filosofar propio del sabio que permanece inquieto, frente a la actitud del idiota que vive relajado.
Podemos cerrar los ojos para no ver, pero no podemos anular nuestro corazón para que deje de latir, de sentir lo que siente, de la manera en que lo hace. ¿O sí? De ninguna forma los placeres del cuerpo pueden igualarse a los del corazón, y, por tanto, éstos no pueden ocupar, ni -por supuesto- rebasar los mismos. Son diferentes ámbitos, claro que, una vez sumergidos en ambos mares de aguas tormentosas surge la duda, si es que cabe siquiera plantearla: ¿cuál es el más peligroso? Me da la impresión de que en uno de ellos es más fácil ahogarse.



Y es curioso, pues de ninguna manera podemos dejar de vivir ese constante choque que se produce entre Platón y Nietzsche. Entre lo que pensamos, y lo que decimos. Entre lo que sentimos, y lo que en consecuencia hacemos: entre lo que queremos, y lo que finalmente tenemos.






domingo, 9 de marzo de 2014

"Comencemos por realizarnos nosotros mismos".


Pocas cosas hay más bellas que un atardecer, que un agua cristalina de una playa de cualquier parte, que unas dunas de arena como las de Tarifa, que un bosque espeso, que una delicada lluvia, o que cualquier construcción antigua que aún se sostiene. Sin embargo, si nos propusieran pedir un deseo, solo uno, pediríamos cualquier otra cosa excepto eso, ¿o me equivoco? Quizá no seamos capaces de ver la verdadera belleza, o quizá sí, y por ello no pedimos eso. Quizá necesitemos mirar otra vez lo ya visto para apreciarlo: no basta un leve vistazo, hay que penetrar en ello. Para entender una obra de arte no basta con saber cuál es: hay que detenerse, reflexionar. Sentir, y después de un exhaustivo análisis, extraer una conclusión siempre susceptible a mejorarse.

Cuando algunas personas se cuestionan el porqué de lo que estudio, de éste camino hacia ninguna parte en el que me hallo a veces, en el que cada respuesta conlleva una nueva pregunta, y a su vez otra, y otra, y cuya respuesta se posterga hacia un infinito que a veces frustra por no llegar, yo me pregunto: ¿y para qué poner límites al camino? El preguntar nos mantiene vivos, nos mantiene tras la eterna búsqueda, nos distrae de lo demás, es un placentero que-hacer éste de pretender racionalizar lo que se mide en suspiros, aun no siendo posible la mayor parte de las veces. Nada se ha construido o pensado sin pensar propiamente, pero cuán difícil es transmitir ésta idea a quienes no tienen pretensión de aprender al tiempo que explico, y, por el contrario, cuánta satisfacción encuentro allí donde alguien pregunta con la impaciencia propia de Fedro frente a Sócrates. Con cierta pretensión, con cierta predisposición, todo sería diferente.

Imagina caminar en vez de correr. Imagina entender que no hay que ir deprisa, sino lento, para que no se escape nada. ¿Eres capaz de pasear si no es hacia un lugar en concreto? Aprende a disfrutar de la fiesta en vez de preguntarte cuánto ha costado. A fin de cuentas, vamos a llegar todos al mismo lugar después cruzar una tras otra cientos de puertas que se cierran a la par que las cruzamos, impidiéndonos ver qué había en las demás, incapacitando y motivando nuestra incertidumbre. Aunque unos lo llamen cielo y otros no crean en ello: todo se acabará, y lo que nos quedará será lo aquí realizado. Es muy insatisfactorio quedarse con lo físico: con gente, con hechos y con alegría. Lo es también reducir nuestras decisiones a lo racional. Lo es para el que lo sabe y para el que se enfrenta a sí mismo. Vayamos un paso, dos, o tres más allá: quedémonos con personas, con recuerdos, con felicidad.

Por ello te propongo algo: comencemos por realizarnos nosotros mismos.