Imagen blog.

Imagen blog.

domingo, 22 de noviembre de 2015

No necesito nada, muchas gracias.


Lunes 16 de Noviembre de 2015. Camino calle abajo, Alameda Principal dirección Fundación Picasso, pensando, sin saber lo que me espera. Merodea mi mente algo en concreto: me sitúo en un lugar privilegiado desde hace demasiado tiempo (Another day in Paradise, Phil Collins). Lo pienso últimamente con mucha más fuerza, me hago consciente de que, como dice Estopa, “este juego dura un segundo y gana el que marca primero”. Estudio lo que me apasiona, le dedico toneladas de horas a ello (y nunca son suficientes, me temo), en detrimento a otros quehaceres que considero banales y, me atrevería a tildar de estúpidos. Últimamente ahondando lo que me gusta llamar “el reto autopoiético”, hacerme-haciéndome, escribiendo al modo de Michel de Montaigne.
Cada día más fuerte (Voluntad de Poder nietzscheana), se hace conmigo, y me hago con ellos (con los libros). Pienso con especial fuerza sobre aquel día que vi a un hombre emocionarse al recibir cinco euros por parte de una de las mejores personas que conozco.

Y me detengo en ésto, pues, ¿qué son cinco euros después de todo? Me cabe la duda, y de hecho, se apropia desde ese momento de mis pensamientos. Cinco euros… es poco, es mucho, no es nada. ¿Qué es, además de una cifra? Una posibilidad, pienso: la de quitar el hambre, la de saciar la sed. Es posibilidad. La de hacer feliz a alguien.

Entonces, como una especie de puñetazo, despertándome de mi sueño dogmático (al modo de Hume a Kant), irrumpe en mi mirada una persona que, sin quererlo, va a darme una lección de moralidad aquella tranquila mañana. Va a hacerme constatar ese pensamiento, va a hacer que me tome aún más en serio el Another Day in Paradise y aún menos la impostura del jugar a ser otro que supone Facebook.

Sin yo esperarlo, sin yo saber de dónde viene, de entre la multitud veo a una persona sentada en el suelo, a la cual le falta una pierna, y quien me dice en un tono cordial “hola, buenos días”. Ante su amabilidad, no puedo evitar preguntarle algo que a cualquiera le podría parecer evidente: “buenos días, ¿necesita usted algo?”. Éste desconocido, mira a un lado, toma con la mano izquierda una botella de agua pequeña, me mira sonriente y me contesta, tranquilo y despreocupado: “no necesito nada, muchas gracias”.

Me sentí Alejandro Magno frente a Diógenes, lo prometo. “No necesito nada, muchas gracias”. Me tuve que rendir a sus pies presentándome y prestando asiento a su lado, pues, a pesar de que eso es algo que yo mismo refiero constantemente, si me viera sentado en un trozo de cartón en plena calle, no sé si tendría el valor de reiterar lo mismo, de decir abiertamente que no necesito nada.

           A Miguel le gusta Málaga porque la gente es muy simpática y acogedora, me comenta. Está en paro, su único ingreso es el de la caridad de las personas que pasan por su lado. El día que más recibe oscila los 35 euros, aunque suele recibir al día en torno a 20-25, y paga 17 diariamente en el hostal en el que vive. Miguel saluda de buena gana a todo el que pasa, y mientras tanto, dialoga conmigo, tranquilo y paciente. Me habla de él: no tiene trabajo, no le gusta pedir, hace trabajos a la gente que conoce (pinta casas, arregla muebles, trabaja en un bar cuando le llaman). “Uno nunca sabe dónde va a acabar”, me dice, refiriéndose a que hace algunos años tenía trabajo estable, y a mí casualmente me da por pensar lo mismo. Tiene dos hijas, una en paro y la otra trabajando. Me pregunta cómo me va a mí. ¿Cómo?, ¿necesito yo, pues, algo? Siempre afirmo que lo tengo todo, pero desde este momento, me temo que soy aún más consciente.


Le gusta a este señor la filosofía, me dice. Me habla acerca del estrés de las personas, y de que a él le importa más no ser invisible, que le dirijan la palabra, en detrimento del simple hecho de recibir unas monedas. Se acerca un hombre que le conoce, y mientras hablan, Miguel le dice que soy amigo suyo. Veo desde su perspectiva, mientras permanece distraído con ese señor, (no desde su posición, por suerte): sentado, viendo cómo mucha gente pasa pero muy poca le echa una moneda, y lo que es peor, muy poca le devuelve el saludo, ni siquiera la mirada. Algunos me miran a mí, buscando no sé qué. Decido marcharme, después de más de media hora allí sentado. Me desea suerte Miguel, y yo le doy la mano, unas monedas, y la promesa de volver a verle otro día. Y allí se queda. Sentado en un trozo de cartón pero sonriendo. Sin nada a mis ojos, con todo a los suyos: sin necesitar nada, y agradeciéndolo.