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viernes, 19 de junio de 2015

Aprender, estudiar y/o pensar.


Idas y venidas. Es lo único que se me ocurre. Llevo un buen rato delante del ordenador pensando cierta cosa que he oído, y es lo único que se me ocurre (por ahora). Necias palabras, por cierto. ¿Qué he oído? Fácil. Algo aparentemente insignificante, inocente y, al mismo tiempo mordaz e importante: aprueba quien estudia, no quien piensa. Ya decían en la película Origen que una idea es peor que un virus “resistente, contagiosa”. Lastimosa consideración mía, que ha terminado por darle la razón a semejante opinión necia pero acertada, muy acorde con lo que encontramos en la realidad. Y dándosela, acabo dedicándole más tiempo del que debería a pensar en otras cosas que no son sino ocupaciones estúpidas en momentos como este, en los que debería de seguir dedicándome por entero al estudio. En otras palabras: pensando cuando debería estar estudiando.

Esto, efectivamente, es así. Aprueba quien demuestra que sabe. Sí, digo “demuestra” a conciencia, a cosa hecha: son muy pocos los exámenes de razonar que he tenido hasta ahora, de relacionar tal teoría con tal otra. Prima la memoria, saber decir como un loro la lección. La aprenden muchos con puntos y comas para, al fin, obtener un título que haga justicia a las horas que han pasado repitiéndole a la pared derechos humanos, derechos constitucionales, teorías filosóficas o árboles filogenéticos. Una lástima, repito, y he aquí el porqué de que lo diga: ¿en qué puesto queda relegado el aprender? ¿Qué hay del aprendizaje? “Aprueba quien estudia, no quien piensa”. El aprendizaje se pasa por alto. No le pidas a esa persona que te explique tus derechos, que considere tu carácter epistemológico como ser humano o que te ponga un ejemplo ilustrativo acerca del crecimiento de las plantas. Estudiar no implica aprender necesariamente, y a mi juicio no es necesario cursar dos asignaturas de lógica proposicional para entender esto que refiero. De la misma forma, y sopesando que aun no siendo creyente he de recurrir a la expresión "a dios gracias" para referirme a lo que sigue, diré en honor a la verdad que hay quien aprende sin estudiar, ¡menos mal! (no todo el mundo puede ir a la universidad, no todos van aun pudiendo; pero sí muchos pueden adquirir un libro, siendo al fin y al cabo ese el objetivo: el aprendizaje).

Este tipo de opiniones me da razones para pensar algo que ya llevo madurando un tiempo: estamos más sometidos a los medios, a la opinión general, a la “aldea global” de la que habla Fukuyama, según parece. A diferencia de este autor, yo discrepo, y no creo necesariamente de que se trate de algo que nos proporcione un bien: ya no existe el gusto personal. Hemos entregado nuestros gustos, nuestras razones, para obtener a cambio la satisfacción de saber que los demás aprueban lo que hacemos. ¿Cuánto hace que no lees el prospecto del champú cuando estás sentado en el baño? Seguro que mucho. ¿La razón? Aprovechas el momento para consultar cualquier cosa en el teléfono móvil. Hemos acabado con el aburrimiento, me temo.

Y pensarás que lo que pone en el champú te da igual. Piensa, sin embargo, y medita si realmente te importa lo que vas a encontrarte en ese lugar que consultas cada cinco minutos. Consultado siempre como si fuera la primera vez. En ese lugar en el que posteas a diario que los demás se encuentran enfermizos publicando estados y en el que tú precisamente lo enjuicias del mismo modo.


Pienso en vez de estudiar como descanso. Es este mi descanso. Me reconforta. Y por cierto, creo que lo voy a conseguir: creo que voy a superar la época de exámenes en un tercero de grado sin hacerme una foto en la biblioteca. Creo que es posible, voy a ver hasta donde puedo llegar con mi cometido.




domingo, 7 de junio de 2015

Me alarma depender de palabras.

Apenas termino de escribir el título bajo el que estas palabras adquieren sentido cuando, de manera automática, dirijo mis ojos a la parte inferior izquierda de la pantalla: visualizo como quien apunta desde un ático con un francotirador a su blanco en cuestión el contador de palabras del procesador de textos en el que trabajo. Conforme lo hago, como puedes leer, dejo constancia escrita de ello. Me alarma esta situación: tener que depender de palabras. Tasar lo que valgo al peso: palabras, folios, caracteres. ¿Acaso un escrito vale más cuando tienes más páginas? Quisiera pensar que no, pero algunas ediciones como Alianza editorial en su modalidad “de bolsillo” me hacen creer que sí. Me hacen ver que el valor pesa. Quisiera pensar que no hay manera más burda y banal de limitar a un artista, a un escritor, a alguien que sabe lo que tiene que decir y cómo lo tiene que decir, que esa misma.

¿Pero sabes qué? Que después de todo me siento feliz y contento. Seguramente tanto como aquellos que sintentizan sus ideas y fotografían sus comidas (¿serán ideas realmente o sólo buscarán con ello guiños y felicitaciones de otros de la misma especie?) hasta el extremo de hacerlas contener en un espacio de 140 (míseros) caracteres. Puede que éste escrito que ahora mismo estoy soltando en forma de texto hacia ninguna parte luego adquiera otros tintes y acabe siendo una entrada de mi peculiar habitación en internet, de mi intimidad a ojos de todos, a los que a muchos les gusta acudir a leer un par de cosas o a desmentir un par de frases. ¿Qué más da eso? El primer paso es aceptarlo, el último puede que sea el de responder con desenfado, o sentirse indiferente, o utilizar el martillo Marxiano. Y digo "puede" porque, como es obvio, es pronto aún para saberlo. Es demasiado temprano para obtener una respuesta: ¿seré yo el loco porque escribe o lo serán ellos por arrojar comentarios hacia un televisor que alberga más basura en sí mismo que la freidora de un McDonald's? No tengo la menor idea, pero sin tenerla, ya tengo una.