Idas y venidas. Es lo único que se me ocurre. Llevo un buen
rato delante del ordenador pensando cierta cosa que he oído, y es lo único que
se me ocurre (por ahora). Necias palabras, por cierto. ¿Qué he oído? Fácil. Algo
aparentemente insignificante, inocente y, al mismo tiempo mordaz e importante:
aprueba quien estudia, no quien piensa. Ya decían en la película Origen que una
idea es peor que un virus “resistente, contagiosa”. Lastimosa consideración
mía, que ha terminado por darle la razón a semejante opinión necia pero
acertada, muy acorde con lo que encontramos en la realidad. Y dándosela, acabo dedicándole
más tiempo del que debería a pensar en otras cosas que no son sino ocupaciones
estúpidas en momentos como este, en los que debería de seguir dedicándome por
entero al estudio. En otras palabras: pensando cuando debería estar
estudiando.
Esto, efectivamente, es así.
Aprueba quien demuestra que sabe. Sí, digo “demuestra” a conciencia, a cosa
hecha: son muy pocos los exámenes de razonar que he tenido hasta ahora, de
relacionar tal teoría con tal otra. Prima la memoria, saber decir como un loro
la lección. La aprenden muchos con puntos y comas para, al fin, obtener un
título que haga justicia a las horas que han pasado repitiéndole a la pared derechos humanos, derechos constitucionales, teorías filosóficas o árboles filogenéticos. Una lástima,
repito, y he aquí el porqué de que lo diga: ¿en qué puesto queda relegado el
aprender? ¿Qué hay del aprendizaje? “Aprueba quien estudia, no quien piensa”. El
aprendizaje se pasa por alto. No le pidas a esa persona que te explique tus derechos, que considere tu carácter epistemológico como ser humano o que te ponga un ejemplo ilustrativo acerca del crecimiento de las plantas. Estudiar no implica aprender necesariamente, y a
mi juicio no es necesario cursar dos asignaturas de lógica proposicional para
entender esto que refiero. De la misma forma, y sopesando que aun no siendo creyente he de recurrir a la expresión "a dios gracias" para referirme a lo que sigue, diré en honor a la verdad que hay quien aprende sin estudiar, ¡menos mal! (no todo el
mundo puede ir a la universidad, no todos van aun pudiendo; pero sí muchos
pueden adquirir un libro, siendo al fin y al cabo ese el objetivo: el
aprendizaje).
Este tipo de opiniones me da
razones para pensar algo que ya llevo madurando un tiempo: estamos más
sometidos a los medios, a la opinión general, a la “aldea global” de la que
habla Fukuyama, según parece. A diferencia de este autor, yo discrepo, y no creo
necesariamente de que se trate de algo que nos proporcione un bien: ya no
existe el gusto personal. Hemos entregado nuestros gustos, nuestras razones,
para obtener a cambio la satisfacción de saber que los demás aprueban lo que
hacemos. ¿Cuánto hace que no lees el prospecto del champú cuando estás sentado
en el baño? Seguro que mucho. ¿La razón? Aprovechas el momento para consultar
cualquier cosa en el teléfono móvil. Hemos acabado con el aburrimiento, me
temo.
Y pensarás que lo que pone en el
champú te da igual. Piensa, sin embargo, y medita si realmente te importa lo
que vas a encontrarte en ese lugar que consultas cada cinco minutos. Consultado siempre como si fuera la primera vez. En ese lugar en el que posteas a diario que los demás se encuentran enfermizos publicando estados y en el que tú precisamente lo enjuicias del mismo modo.
Pienso en vez de estudiar como descanso. Es este mi
descanso. Me reconforta. Y por cierto, creo que lo voy a conseguir: creo que voy a superar la época de exámenes en un tercero de grado sin hacerme una foto en la biblioteca. Creo que es posible, voy a ver hasta donde puedo llegar con mi cometido.