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martes, 18 de febrero de 2014

"Filosofamos en mayor medida cuando nuestro mundo se hunde".


Parece ser cierto el hecho. Parece ser cierto que sólo nos lanzamos a filosofar cuando nuestro mundo se hunde, o al menos, así pasa la mayoría de las veces. Es más cómodo vivir en la ignorancia y ni tan siquiera preguntarse el por qué de lo que pasa a nuestro alrededor: por aquellas cosas que muy posiblemente jamás dejen de ser cuestiones incontestables.
Tendemos a preocuparnos por lo que hay tras la muerte cuando vemos ésta de cerca, en nuestra propia persona o en la de alguien cercano. Tendemos a apreciar nuestros sentidos cuando nos hacemos conscientes de que estamos perdiendo alguno de ellos. Queremos crecer, y nos sentimos tan pequeños que nos frustra; queremos decrecer una vez crecimos, pues el crecer gastó por completo las energías, y nos dejó doloridos en cualquier caso. Queremos lo que no tenemos, y lo que tenemos, por el simple hecho de tenerlo, casi lo hemos olvidado. Anhelamos despertar sólo si somos conscientes de que estamos dormidos. Pensamos en mayor medida cuando algo no encaja.

Dos piezas de un puzzle, aun encajando, no tienen por qué corresponder. Quien dice dos dice tres, cuatro, cinco. Situándonos en un puzzle de un paisaje natural, encontramos una pieza de cielo que bien puede unirse a la perfección con una de la montaña, no resultando demasiado desastrosa la anexión, sin levantar quizá sospechas. En cualquier caso errónea conjunción, pues sería clara la diferencia de color, aun no siéndolo la estructura que conforma la unión de las mismas, que encajan. ¿Y si la pieza de cielo que corresponde se halla perdida por alguna parte de la habitación en la que se encuentra el puzzle? Quizá ya no valga la pena remediar el hecho. Quizá la pieza perdida tuvo su momento: aspiró a encajar de manera exacta, pero al estar perdida, al no aparecer en escena cuando tocaba, no pudo tomar parte en el asunto que le correspondía. Aunque no queda tan bien como podría quedar, por azar, suerte, o quién sabe qué; queda conformado el todo de ésta manera: quedan unidas las piezas, zanjados los caminos, formando un paisaje, cuya contemplación posterior resulta del todo frustrante, inequívocamente hablando, pues no alcanza la perfección a la que potencialmente aspira. Somos conscientes de ello, y surge la cuestión reflexiva: ¿será que a cada uno nos corresponde un lugar concreto? Es ardua tarea la de buscarlo, y la de hacernos con él. Quizá un estudiante de ingeniería sea mejor filósofo que yo, como quizá yo sea mejor en otro ámbito, desconociendo dicho talento.
Quizá me iría mejor de tal forma, o de cual forma. Quizá sería más pleno al alcanzar dichos objetivos, o desistiendo los mismos. Pensando más o pensando menos, sobre ésto o aquello: arrojando las piezas del dichoso puzzle a la basura, pasando páginas, rompiendo otras, y escribiendo sobre otras cosas, dedicándoles a éstas mi tiempo. Tan ardua resulta la búsqueda del sentido, de lo que nos corresponde a cada uno exactamente y no aquello con lo que por suerte topamos, que, quizá la contemplación de las piezas equívocamente unidas no resulte demasiado molesta después de todo. Es una solución. Al menos para unos sentidos que sopesan una historia. Que no barajan opción alguna, pues no poco ha llovido desde entonces.
El puzzle queda así estructurado, enmarcado, y unos ojos soñadores lo observan con ansia de cambio. Con un ansia que va desvaneciéndose a la par que dichos ojos van cerrándose, cuando la luz de la habitación se apaga, y al tiempo que la puerta de la habitación vacía se cierra.


No es un yo aislado el que padece, el que disfruta, el que siente sea como sea el todo que sucumbe, el puzzle que observo, la dimensión que obtengo: es un yo acompañado de una multitud de sensaciones, y de una compañía. En ésta lotería de vida tenemos cuanto nos toca, carecemos de cuanto nos dejó de tocar; y aun sin ser libres en casi ningún aspecto, conformamos una personalidad que habituamos a nuestra forma de ser. Preguntarnos por lo que nos preguntamos, entender que nuestro mundo se hunde o permanece a flote; mundo del que estamos seguros, o del que estamos al borde; todo lo entendemos entendiendo nuestra circunstancia.
Porque, si supiera que estoy a salvo, no me cuestionaría ni la mitad de lo que ya me cuestiono.





Aprovecho ésta oportunidad y por ello les agradezco encarecidamente a mis compañeros de residencia el estar ahí, el apoyarme, el animarme a dar rienda suelta a mi propia filosofía a veces, y el mostrar un gran interés por la misma; cosa que, he de reconocer que me hace sentirme más a gusto. Gracias por esas noches (que no son pocas) en las que me pedís que siga contándoos sobre lo que sé, y en las que también acabo irremediablemente pidiendo disculpas por extenderme demasiado, recibiendo en consecuencia una riña por vuestra parte ante mis, a vuestro parecer, "innecesarias disculpas".
Agradezco la atención tan sincera que me prestáis, el cariño, y el ansia por seguir leyendo algunos de vosotros éstas líneas que no reparo en dedicaros siempre. No cabe duda de que, en cualquier caso, de una manera u otra, condicionáis y estructuráis mi circunstancia. Lo hacéis, y estoy satisfecho con ello.


Igualmente les agradezco a mi gente, a mi familia, el esfuerzo realizado, el interés que muestran, las ganas de leerme siempre pese a lo difícil de comprender que me muestro a veces, el apostar por mí y por mis estudios. Pues sin dicha apuesta, sin dicho esfuerzo, y sin dicho interés por vuestra parte, éste blog -al igual que yo- no sería lo mismo. Gracias.
 






martes, 4 de febrero de 2014

"Un cíclico vaivén, puro devenir".


Se acerca la noche, pero a nadie parece importarle, como si supieran que un nuevo día acontecerá ante dicha oscuridad. Azota el viento en las ventanas, el frío cala los huesos, tenemos que rebuscar de entre los armarios la ropa de invierno, y tampoco ésto despierta alarma alguna: somos, en cierta parte, conscientes de que ese estado tiene caducidad, y de que pronto tendrá lugar una época mejor: un cálido verano en éste caso.
Mientras unos caminan hacia la cúspide de la pirámide, del triángulo del que hablaba y describía Kandinsky, para comprender ciertos aspectos y otorgarles importancia, otros la bajan. De un salto, precipitándose, o deslizándose, pero caen hacia abajo. Con armonía, como una música que acaricia y con ello eriza nuestro vello. Ellos ya lo sabían al ascender: ya sabían que era cuestión de tiempo. De igual forma, confían en volver hacia arriba.

Llueve con fuerza, y nadie se lamenta por ello: todos parecen tener certeza de que después brillará el arco-iris, y de que, cuando así sea, de éste podrán sacar provecho, pues, ¿qué mejor forma de celebrar que dejó de llover que observando el mismo?.
Nadie parece alarmarse cuando el otro dice adiós, si esa despedida va precedida por una buena sensación: cuando ese otro que se marcha ha mostrado aprecio por ti con anterioridad. No irá demasiado lejos. Damos por hecho que volverá: su ausencia sólo es algo pasajero, momentáneo, transitorio. Parece que es ese el destino cíclico que, aunque nos conmueve, nada podemos hacer por él. Nos guste o no es así, puro devenir, y quien pretende hacerse con el presente se hace consciente en su intento de que éste apenas es perceptible.

Unos vienen, y otros van. Se aleja la desilusión, nos abraza la ilusión, y ésta vuelve a marcharse, sin dar explicación alguna. Dejando a algunos de manera más emotiva, y a otros más desconsolados. A la apatía la sucede la diversión, y a la tristeza la alegría, e igual pasa con la oportunidad, la decepción, las ganas, el deseo, el desencanto; y todo en un instante: un instante que se extiende con cierta melodía, que se posterga, que dura toda una vida.
Cada día es susceptible de ser diferente al anterior, abriéndose paso como una nueva oportunidad por descubrir, en la que aprender; por sorprendernos, por lograr sentir algo tan especial que nos haga olvidar todo lo anterior, todo aquello que nos atrapaba. O al menos, de no recordarlo de manera tan exacta.

Cierto es que éste rompecabezas de sensaciones, aun sintiendo que se repite de manera sucesiva y cíclica, no carece de significación. Tenemos una infinitud de posibilidades, inmensa variedad de posibles acordes, las cuales aun repitiéndose son impredecibles, y eso le da más sentido. No supone un vacío en ningún caso. Supone algo maravilloso, como ya dije en anteriores entradas. Supone una grandeza, que no siempre estamos dispuestos a observar cual niño su mayor y admirado juguete.

Una vez sopesamos las reglas, las condiciones, hemos de tomar parte en el asunto. Hacer lo que nos corresponde.





"Todo acorde, toda progresión musical es posible.

Pero presiento ya hoy que también aquí existen 
determinadas condiciones 
de las que depende si utilizo ésta o aquella disonancia".

- Arnold Schöberg.