Lo usual que hace alguien al salir del cine tras ver una película del superhéroe que a mí desde pequeño consiguió que me brillaran los ojos e hiciera gestos extraños con las manos apuntando a cosas para ser como él, es pensar que ese protagonista, ese adolescente, es todo un afortunado. ¿Qué más se puede pedir siendo Spiderman? ¿Quién no querría ser como él? Es el sueño de cualquier niño, niño con el que, todo sea dicho, me identifico. Él lanza telas de araña, tiene una fuerza sobre humana, trepa paredes, es admirado por todos, y no hablemos de su espectacular traje.
Éste superhéroe se ha criado huérfano. Ha visto morir a su tío, que era como su padre. Y no son éstas únicas muertes que presencia. Ha perdido a muchas de sus amistades, ha tenido que luchar contra su propio interés, ha tenido que dejar pasar todo cuanto quería por mantenerse firme en su cargo como defensor del bien. No puede llevar una vida normal, constantemente está pendiente del crimen, azotado. Tiene tres momentos de alegría por cada diez de delitos que ha de socorrer y los cuales ponen en juego su vida, y la de los suyos, que continuamente se ven infectados por ese pacto de responsabilidad con la sociedad que, a pesar de que no aparezca firmado en ninguna parte, está, y se sostiene por sí solo. ¿Acaso tú no esperarías que Spiderman te salvara? ¿Acaso no se lo echarías en cara si no lo hiciera? Él ha de hacerlo, dándonos igual su vida, por egoísta que pueda parecer. Se lo exigimos, porque es un superhéroe.
La realidad, ésta en la que nos encontramos, es bien distinta a la ficción, a la que, sin duda, supera. Es de ésta realidad que ante nosotros tenemos de la que se alimenta nuestro subconsciente, las películas, la literatura, y de la que se nutren nuestros sueños. Es en ésta realidad donde se encuentran los héroes de los adultos, los verdaderos héroes, aquellos que actúan a rostro descubierto, exponiéndose ante el peligro, y sin sentido arácnido que les alerte. Ésta y no otra es la que hace realidad el sueño de esos niños, y se inventa a una persona capaz de combatir el mal con estilo, lanzándose desde las alturas.
Anhelamos un mundo en el que todo resulta perfecto, ideal, porque, de alguna manera, viviendo en ésta realidad imperfecta sentimos que algo nos falta. Nos faltan superhéroes, así como supervillanos. Nos faltan alegrías, nos faltan penas. Siempre nos falta algo. Siempre. Ese algo que nos falta da sentido al caminar: de tenerlo todo, ¿en qué pensaríamos si no? ¿A quién admiraría un niño si ya tuviera los poderes de Spiderman? ¿Contra quién lucharía nuestro héroe si no tuviera contrincantes? ¿Para qué ver el fútbol si nuestro equipo gana siempre? ¿Qué sentido tiene que pretendamos algo y lo consigamos sin esfuerzos, sin pasos previos, sin tener que ansiarlo día tras día, anhelándolo, sintiendo que es nuestro, cada vez con más fuerza, tomando su mano y dejándola ir, cada vez con más arraigo, cada vez más seguros de nosotros mismos, sintiendo que es ese abrazo y no otro el que aspira a ser el último, seguros de que es eso lo que queremos y no otra cosa?
La vida es un constante perseguir, bien sea aquello que se escapa, o aquello que se deja atrapar. Los dioses para castigarnos nos conceden nuestros más ambiciosos deseos, privándonos de aspirar a ese algo más que constantemente se escapa y nos invita a seguir soñando. A seguir ansiando lograr nuestras metas.
Deseos que acaban desgraciándonos, como a Peter Parker, por fantástica que sea su vida a ojos de la inocencia de un niño, de un niño que no aprecia el peligro, ni el precio que ha de pagar aquel que se viste de rojo y azul y da saltos por ahí. Deseos que nos ahogan, como esas viviendas que muchos hoy no pueden costear con unos míseros sueldos. Deseos que, de cualquier forma, nos mantienen vivos.
Sin liebres que perseguir, no digo ya la vida, sino que: nada tendría sentido.