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domingo, 13 de abril de 2014

"Y por más que unamos las manos, se nos escapa".


Siempre nadamos en un mar de dudas en el que nos resulta bastante fácil ahogarnos. La mayoría de las veces, al llegar al cruce de caminos, decidimos que otros tomen las decisiones por nosotros: es más sencillo culpar a otro que cargar uno mismo con el peso del resentimiento, del haberse resignado, del "pude y no quise" que tanto avasalla a veces y tantas contracturas nos suponen. Veces en las que, cuando lo hace, nos daña, nos hace caer y temblar. Una rendición que no resulta nada dulce. Un dolor que, al ser excesivo, se aleja de toda sensación placentera. Nos devuelve a la vida, dejando bien lejos el arrebato.
Cuando todo sucede de ésta forma, y cuando más cerca vemos esa luz que nos indica el final del trayecto, es, precisamente, cuando todo empieza.

Resulta hermoso lanzarse a alcanzar lo inalcanzable. Aquel fin del que pocas palabras están cerca de dar constancia de lo que es, y de la que ninguna dirá lo que es de manera exacta, jamás. ¿Acaso es algo tangible, determinado y exacto? Qué va. Aquello que, por más que juntamos las manos para que sobre nosotros recaiga, se nos escapa, sin ser capaces de mantenerlo ni un segundo: se escurre, discurre, como la arena propia de las playas de Cádiz, arena fina y clara que no se deja querer. Como una rana, como un saltamontes, que escapa. Resulta, pues, encantador el pretender hacernos con él, aun sin éxito. No nos desanima, en absoluto: precisamos de ello. Surge la risa. Sentimos que de ninguna manera consiste ese postergar en un final, ni mucho menos: es un nuevo comienzo. Un eterno volver a empezar con ánimo, que trasciende, que otorga significado a nuestro camino más o menos pedregoso en algunos momentos. Es una luz que nos guiará a casa, al modo de Coldplay en Fix You.

Esa emoción que nos da garantías de que andamos tras lo correcto se le reclama con frecuencia a los artistas. Y digo ésto aun sabiendo que, la mayoría de las veces, se realiza de manera inconsciente. Escuchamos música, leemos una novela, damos al play a una película, esperando de todo ello lo mismo: que nuestro pecho se aflija, trayendo tras de sí una profunda sensación. Esa sensación que equivale a luz, a la luz infinita y siempre lejana que por más que parece acercarse, se aleja. Una emoción que, ciertamente, no sabríamos decir si es hermosa o estremecedora; no sabemos si la odiamos, o si la queremos con fuerza. No sabemos nada, y lo sabemos todo: por nada del mundo queremos dejar de sentirlo, pero el sentirlo, nos avasalla, nos asusta. Estamos necesitados de emociones de ese tipo, y ellas de nosotros para existir: sin retos como ese una existencia vacía nos posee.

Claro que, corremos un riesgo común, y ya lo advertía Kandinsky: "no hay peor mal que la comprensión del arte". El placer de sentir sin consecuencias acaba por llegar a su fin. Acaba por cegarte la luz, comprendiendo el arte, despertándote del sueño, cayéndote del árbol, entendiendo las dudas, completando el puzzle. Acabamos por entender el todo, o parte de él, lo suficiente para verle sentido; y con el sentido, se deshace el velo de la inconsciencia, el de la ignorancia que nos hacía continuar: el misterio que convertía lo común en delicioso, de disipa. Se disuelve la magia.

Ya lo dije en otras ocasiones: quien persigue la verdad corre el riesgo de hacerse con ella. Es entonces cuando, de entre la maleza, aparece un cierto brillo, color esperanza.

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