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martes, 24 de febrero de 2015

"Nada más despertar".


Nada más despertar mis ojos se topan con el techo. A pesar de que tengo muy asimilado que duermo en la litera de arriba, sinceramente, me pasa a veces que siento como si el techo estuviera más cerca de mí. A veces, y solo a veces, me despierto con más ganas de “seguir acostado” que de “seguir” simplemente. Tengo la extraña sensación de que debo descifrar algo en ese techo de hormigón visto pintado de blanco que, bueno, me observa en la medida en que lo observo yo. ¿Qué pretendo encontrar en él? No lo sé. ¿He de encontrarlo ahí? Tampoco lo tengo claro. Pero sigo observando. Como quien mira el café y cree ver una letra, o como quien mira un rostro y cree ver un gesto de complicidad.

Sigo atento. Mis ojos siguen abiertos, y además, mirando. Mi coraje también, y además, respirando. Porque no es lo mismo ver que mirar, ni oír que escuchar, a pesar de que muchas veces caigamos en el error: a pesar de que muchas veces confundamos existir con vivir.
Ante todo ahí me quedo, recostado, navegando sin mojarme, sin barco, sin salir de entre las sábanas pero muy lejos de mi cama al mismo tiempo. Quizás demasiado: el filósofo es un navegante en una pequeña barca perdido en el océano. No podía ser de otro modo.

Tan lejos que me aterra, tan cerca que me resulta familiar. Sigo en el mismo lugar, acomodado en mi comodidad de ser yo mismo, en mi apartamento, en lo que viene siendo mi Málaga desde hace casi tres años ya, pero lejos de donde siempre: haciendo natación sincronizada unas veces, y otras ahogado en mis pensamientos. Me siento fuera y en ningún momento he dejado de estar dentro, o eso creo. Me siento bien. Me sienta bien el café, tú, mi gente, mi música, la filosofía: leerla y entenderla, no enterarme de nada estudiándola, odiarla y quererla. Mis libros. Hasta los problemas me sientan bien: me ponen a prueba, solvento los mismos con acierto. Bien en general, bien en particular.

El pensar me lleva a naufragar a la orilla de la isla de Robinson Crusoe así como a cualquier otro pensamiento pasajero. El Sailing to Philadelphia me da la bienvenida o me despide, según el momento que atraviese. Según quien te lo susurra al oído un “hola” puede ser conmovedor o terrorífico. Puede provocarme rabia o anhelo. Estoy harto de lo primero y necesitado de lo segundo.

La carrera, el tan abandonado deporte que practico, son muchas las cosas que persigo con mi mente, con mis ojos bien abiertos, con ganas, con decisión, con coraje, y, con lo más importante: con la voluntad. La voluntad que me hace seguir siendo quien soy, estar donde estoy, y querer lo que quiero.

Persigo cosas a las que no necesariamente miro con los ojos.
Veo sin mirar: tan clarividente como un ciego.

jueves, 19 de febrero de 2015

"El tiempo en un momento".


Un momento escuchando música puede tornarse eterno, o puede consistir en solo un instante. ¿Cuánto dura un momento? Puede ser una hora, o diez minutos. Una relación puede durar años, y lo sentimos como si fuera cuestión de segundos. Lo sentimos como un aquí y ahora, o como un allí por aquel entonces. La percepción del tiempo es subjetiva a cada uno, ¿o acaso las horas que dedicas a aquello que te gusta son iguales a las que pasas haciendo obligaciones que suponen un pesar?
Leyendo el tiempo vuela, o echa raíces, dependiendo de aquello que leamos, y de la estima en que guardemos dicho escrito: depende de la persona. Los meses pasan, sumando o restándole a uno lo poco que le queda, o lo mucho que tiene. No pasan: nos pasan, a nosotros, a personas.
El tiempo, la vida, al igual que nosotros, no es algo tan sencillo. No podía ser de otro modo.

Ni tampoco en segundos, minutos y horas, distinguimos nuestra andanza. El tiempo discurre cargado de sentido, sentimiento, gloria, desgracia, placeres y pesares. Y, entre tanto, quien es más pasional y atento al devenir, lo percibe. Percibe todo este cambio, toda esta maravilla que en ocasiones se reviste con tintes de tristeza, de penuria. Quien no lo es lo percibe también, aunque en menor medida. Y mientras el primero le dedica toda su atención y se acomoda en cada instante, el otro más bien dedica un somero vistazo. Salta a la vista: es un secreto a voces. Es frecuente oír de quienes están al borde del final de sus vidas que "vida no hay más que una".
Lo que hace que la vida sea tan valiosa es que no dura siempre, dice Weng Stacy en la segunda película de Amazing Spiderman.
La vida es mucho en muy poco. La vida, el tiempo de la misma, no se corresponde con esa estructura organizada que le imponemos. No son años, meses, horas, minutos y segundos lo que vivimos con nuestro semejantes, como suele pensarse. Es mucho más que eso. Somos mucho más que lustros, que décadas. Somos momentos. Pensarlo así, en días, sería reducir la vida a un calendario, a un reloj. Pensarlo así sería reducirnos a nosotros mismos, y nosotros, por más que nos cueste pensarlo, no somos para nada organizados. No podemos encasillarnos en eso.

Hay que ser lo suficiente capaz como para ver a través y decidir en consecuencia. Hay que estar en disposición constante: saber elegir cuando la vida nos brinda la oportunidad. Saber qué estudiar o qué no estudiar, o cuando dejar de hacerlo, o cuando retomarlo. Así con todo. Así con cada una de las cosas que lo merecen. El tiempo no perdona porque no tiene que perdonar. No es él el que tiene que perdonar.
Hay que llenarse de valor, librarse de todo prejuicio. Ser constante. Entender la subjetividad del tiempo y aprovecharlo al máximo, o, al menos, en la medida que uno lo prefiera. De la misma manera por la que hay que luchar la libertad, el tiempo también se lucha, también se gana.

El tiempo, por más que pensemos que está bajo nuestro control, se nos escapa. No son horas, minutos, segundos. Podemos pensarlo así y, con ello, podemos creernos dueños de él, pero es algo mucho más fuerte. Es algo preciado y valioso. Y precisamente lo es tal debido a que éste se nos acaba, si es que alguna vez lo tuvimos. Es limitado. Solo sucede una vez, si es que alguna vez sucede.

Nadie debe someterse. Nadie debe hacer aquello que no quiera. El tiempo es uno, y no siempre: no podemos malgastar el mismo. El tiempo es de cada persona: intransferible, personal, propio. Lo podemos compartir a placer, pero no por obligación. No podemos privarnos de ser nosotros mismos, de nuestros hábitos, de nuestra manera de ser, de nuestra persona.

Y pensamos que esto o aquello es "lo último" o "lo primero", sin saber quizá, ingenuos de nosotros, que no marcamos el compás.