Imagen blog.

Imagen blog.

miércoles, 14 de mayo de 2014

"¿Para celebrar el qué?"


"Las cosas de las que más hablan los hombres son, normalmente, las que menos conocen, y que tal es, entre muchas otras, la naturaleza de lo bello". - Denis Diderot.

No se equivocaba Diderot el pronunciar estas palabras en su magistral Escritos sobre arte, (el cual, so pena, ya no editan).
Solemos hablar más sobre aquello que desconocemos, y no debería resultar demasiado extraño el hecho. Es, después de todo, algo usual: bastante normal. Lo anormal, el problema preocupante, aparece más tarde, una vez ya hemos comenzado a discutir el hecho. Una vez ambos contrincantes permanecen mirándose, cuando nace de ellos la desgana, se hace patente la pérdida de aliciente, y, como consecuencia: abandonan la contienda, para ocuparse de otros quehaceres más acordes con la actualidad boba en la que nos distendimos. Bombardeo de estereotipos constante. Estereotipos que se imponen casi como la religión de nuestra época, promovidos por programas en los que se comete un abuso del lenguaje al referirse a cierta gente llamándolos "Mujeres y Hombres", ¿acaso son tal cosa?, ¿acaso sabían éstos qué significaba "viceversa" antes de sentarse en esas sillas a decir tonterías de manera remunerada? Considero el hecho, pero me cuesta creerlo.
Todo va de hábitos que confunden, o en palabras de Nietzsche, transvaloración de los valores, que logran que hasta un pulpo que juega a someter el azar a fin de determinar el resultado de un partido de fútbol logre mayor audiencia que un telediario. Videojuegos que absorben, educación que maleduca, y hechos sorprendentes, como el de que miles de periodistas estén en paro y, mientras tanto, cierta mujer ex-esposa de un torero meriende en el plató de televisión alegando a berridos que sabe de lo que habla. ¿Sabe acaso ésta señora leer aquello que ha escrito? Aquello que en pocos días ya era best-seller, por cierto.

Qué poco gusta la reflexión, sustentar la misma. Cuánto encanta el desorden, el desapego a la literatura, al arte de leer en general, al del entendimiento, y permanecer al margen de lo que suponga elaborar una opinión concisa, clara, argumentada, desarrollada.

"¿Es bello porque gusta, o gusta porque es bello?" se pregunta el autor de Escritos sobre Arte, glosando a San Agustín. Curiosa pregunta cuando menos. Difícil respuesta. Es decir, Diderot plantea la belleza bien con existencia independiente a nuestro conocimiento de ella, o como algo que necesariamente conocemos y que, además, nos produce un sentimiento de placer hacia la misma. Habrá quien piense que es necesario saber que existe, y una vez sea ésto, establecer un juicio sobre el mismo, de agrado o desagrado, para, en el mejor de los casos, (en el que nos parece bello efectivamente), concluir con un "nos gusta". Habrá, por su parte, quien afirme que con independencia de nuestro conocer sobre ello, ya es bello por sí: no es necesario que lo conozcamos, lo es per sé. Y, lamentablemente, habrá quien ante la difícil cuestión no menos precisa, sonreirá y concluirá con una aseveración típica. Una conclusión muy por debajo de lo esperado. Y, entre tanto, sigue pasando el tiempo.
Sucede con ésto, como con tantas otras cuestiones de la misma índole -no teniendo por qué ser cuestiones filosóficas y abstractas todas ellas- que el hombre lo siente mejor que lo conoce, y no lo expresa tan bien como lo piensa. En efecto, me refiero a quienes piensan, a quienes se detienen conmigo, y no a quienes nada más abrir esta página la cerraron al ver demasiadas letras. Si has llegado hasta aquí leyendo, te enorgullece.
¿Hay por ello que acusar a la filosofía de algo en concreto? ¿Hay que, como propone el gobierno, erradicarla del sistema? Muy al contrario: hay que fomentar lo que mi profesor de Estética dijo una vez: pensar es hacer pensar.

Quizá suceda que se esté perdiendo el sentimiento de sutileza, el arraigo a la literatura, el llegar a creer que pueden peinarse las nubes y colorear el cielo. Así como un pensamiento llena una inmensidad, también es para William Blake posible ver el infinito en la palma de la mano, y la eternidad en tan sólo una hora. Una hora llena de aquellos pequeños pedacitos de tiempo a los que aludía El Principito. El corazón de Du Bos que se agita, lo hace al ver algo de efectuado por Picasso, Kandinsky o Pollock,  y no por garabatos que hacen niños pequeños, como creen muchos adultos.
Arte no es cualquier cosa, pues, muy al contrario, pocos saben transmitir lo que Goya representando a Saturno devorando a uno de sus hijos, o lo que Warhol con su estilo. O lo que García Márquez recibiendo el Nobel. 

Arrastramos lo que otros en su momento fueron, hicieron, o quisieron ser. Ya decía Ortega en Historia como sistema que "el hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho", y añade a ésto muy ciertamente: "sólo progresa quien no está vinculado a lo que ayer era, preso para siempre en ese ser que ya es". ¿En algún momento dejaremos de lado toda ésta absurdez, toda ésta manera de ser virulenta que corrompe la existencia y nos despoja de toda aspiración más allá de la televisión, de la literatura para imbéciles, y del desfase?
A veces, cuando gente cercana a mí organiza fiestas, me pregunto: ¿para celebrar el qué?


sábado, 3 de mayo de 2014

"Y una vez llegue el ocaso, aferrarse al verde".


No podemos detener el tiempo por más que le quitemos las pilas al reloj, por más que aguantemos las manecillas. Acabará por desesperarnos el hecho. Sí que creemos poder detenernos nosotros en él, no siendo ésto cierto. ¿Somos realmente capaces de detener nuestro movimiento? Nadamos en el incesante mar del devenir, de un vaivén que jamás se detiene, por más que de manera física nos quedemos completamente estáticos. Lejos de poder decidir nosotros por él, nos arrastra, bien hacia la orilla, bien hacia alta mar. Dormidos o despiertos, soñamos. Tumbados o en pie, reflexionamos. Y, cuando nos venimos a dar cuenta, el resultado es de fortuna o desgracia.

Nuestra vida se sustenta en una serie de creencias, según Ortega y Gasset. Dentro de éstas creencias, creamos nuestras propias ideas, las construimos con unos más o menos sólidos cimientos, siendo éstas sobre las que discutimos, pensamos, reflexionamos, y las que cuestionamos cuando algunas cosas no van del todo bien, o, al menos, no como nos gustaría. Cuando la inercia nos ha llevado al final de la cuesta. Las ideas las tenemos, mientras que las creencias, las somos. Mientras que el lenguaje es el vehículo del pensamiento, las creencias son el papel en el que escribir nuestra vida, por decirlo de alguna forma.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando las ideas reveladas hasta el momento no parecen ser lo que esperábamos?  ¿Qué pasa cuando, muy al contrario de como se pensaba, ambos placeres son capaces de solaparse y llenarnos del todo? Podemos seguir aferrándonos al destino, confiar que en algún momento y por arte de magia, todo cambiará para mejor. Podemos también mantener conversaciones con un ser supremo, o con un secretario del mismo, y contarle lo que nos pasa a fin de que nos ayude. Podemos tumbarnos en la cama a quejarnos de la política sin siquiera conocer qué plan tiene ésta.
Podemos hacer tantas cosas que no conducirán a ninguna parte que, si se me permite, abandonaré el discurso en ese sentido. Bien, sin embargo, podemos tomar las riendas y tomar con fuerza lo que sí está en nuestras posibilidades: podemos luchar por lo que tenemos delante. Podemos arriesgar. Ante la peculiar disyuntiva surge la reflexión. Creo que, en mi caso, aun sin dejar de meditar, ya he tomado una decisión.

Sin ir más lejos, esa vacuna que nos salva contiene parte del virus, como pasa en el amor.
Hemos de dar para recibir. Hay que arriesgar para ganar. Podemos tomar el carpe diem como lo que significaba para los romanos, y no como lo que hoy se interpreta por quien lo promulga: como un atrapa el día, logrando algo de provecho del mismo; y no como un atrapa el exceso que de razones para echarse a la mala vida, sujeto de falsas opiniones, muchas drogas, y mala vida. Mera existencia vacía, lejos de una existencia auténtica.

Somos recipientes que se nutren de lo que nos pasa. Lo que nos pasa está muy ligado a las creencias que somos, a las ideas que reproducimos. A quienes nos acompañan en éste u otro viaje. A lo que llevamos consigo, a lo que dejamos atrás. A lo que valoramos. Y es que, a veces, el problema está en cierta incapacidad de valorar lo que realmente merece valor, aprecio, estima. La claridad es la cortesía del filósofo, y hoy, preciso ser lo más cortés posible con quienes me importan.
Hay que hacerse con un microscopio para ver los microorganismos, hay que graduarse la visión para poder ver correctamente. Tenemos que caminar mucho para, una vez el ocaso recaiga sobre nosotros y nos observe, y nosotros le observemos a él, podamos decidir: podamos aferrarnos a la esperanza, reflejada en unos ojos. Podamos ver en un color, en el verde, una total e ilógica sensación, que lejos de desesperar, ampara. Hay que abandonar ciertas ideas para ver, para darnos cuenta, de que realmente algo que hasta el momento pasaba desapercibido, merece la pena.


Puedo prometer y prometo, decía Adolfo Suarez. Puedo prometer, y pretendo cumplir, digo yo. Prometer es sencillo: la dificultad de las mismas es el llevarlas a la práctica. Situémonos por encima de cualquier promesa.