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domingo, 16 de marzo de 2014

"El incesante choque".



Vivimos de una peculiar forma: tenemos, por un lado, placeres del corazón, que nos mantienen vivos, son auténticos, nos impulsan, nos realizan y nos hacen estar un poco más cerca de ese horizonte que perseguimos, llueva o nieve. Por otro lado, se encuentran los placeres del cuerpo, que son totalmente diferentes, a los que Platón dedicaba sus más despreciables palabras, y, asimismo, a los que Nietzsche por su parte dedicaba toda su admiración y valía.
El griego tachaba los placeres del cuerpo de efímeros, de algo que no tiene valor alguno, que nos causa hasta cierto punto una desgracia. Son algo del mundo sensible, y no provenientes de la perfección e infinitud propias del mundo de las Ideas. No nos realizan en profundidad: no sentimos con ellos el mariposeo del estómago ni nos acercan a la existencia auténtica a la que aspiramos. Son mortales, no nos conducen, por ello, hacia la purificación de nuestro alma tripartita. Por el otro bando, en su completa antípoda, Nietzsche recalcaba la importancia de éstos, su valor, y la consecuente decadencia en la que se encuentran éstos, al otorgar el valor a la moral judeo-cristiana, la cual se encarga de alejarnos progresivamente de todo lo relacionado con éste placer. Lo catalogan como prohibido, cuando, en realidad, a ojos del filósofo de gran bigote, son éstos los que nos conducirán a la felicidad. Y surge inevitablemente la duda: ¿quién lleva razón?

El espectador se siente arrastrado en este espectáculo en el que, a pesar de lo que haga no saldrá vivo, ni podrá cambiar mucho más de lo ya cambiado hasta ahora: morirá preso de la ficción, llegando a confundirse en ciertos momentos en los que ambos ámbitos se solapen y parezcan igualarse en su sentir. Observa con cierta distancia y cautela el escenario, entrando a formar parte al mismo tímidamente siempre que se le invita. Se siente exponente de aquellas pasiones que, lo mismo que animan, amenazan la vida, su vida. Vida en la que cuando encontramos cierta estabilidad sentimos cómo una de las partes se desboca, y nos alerta. No hay nunca nada garantizado, y quizá sea eso por lo que todo es maravilloso. Maravilloso, pero peligroso, claro.
Nuestra mente reflexiona al albor de lo que sucede, nos hace pensar en nada y en todo, en un instante, y en conclusión -con esa mirada impenetrable y fija que clavamos en algún lugar de alguna habitación, mirada de la cual muchos se hacen conscientes- nos damos cuenta de que hay algo que no encaja, naciendo con ésto el filosofar propio del sabio que permanece inquieto, frente a la actitud del idiota que vive relajado.
Podemos cerrar los ojos para no ver, pero no podemos anular nuestro corazón para que deje de latir, de sentir lo que siente, de la manera en que lo hace. ¿O sí? De ninguna forma los placeres del cuerpo pueden igualarse a los del corazón, y, por tanto, éstos no pueden ocupar, ni -por supuesto- rebasar los mismos. Son diferentes ámbitos, claro que, una vez sumergidos en ambos mares de aguas tormentosas surge la duda, si es que cabe siquiera plantearla: ¿cuál es el más peligroso? Me da la impresión de que en uno de ellos es más fácil ahogarse.



Y es curioso, pues de ninguna manera podemos dejar de vivir ese constante choque que se produce entre Platón y Nietzsche. Entre lo que pensamos, y lo que decimos. Entre lo que sentimos, y lo que en consecuencia hacemos: entre lo que queremos, y lo que finalmente tenemos.






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