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lunes, 2 de junio de 2014

"Y mientras tanto, nuestro rey abdica".


Mientras vamos desarrollando nuestras plenas capacidades, o, en su defecto, pensando que podemos hacerlo, vamos entendiendo un poco mejor de qué va todo ésto. Conforme vamos viendo cómo algunas personas que prometieron venir para quedarse se van, comprendemos que la muerte no existe en contraposición a la vida, sino que forma parte de ella. Cuando perdemos el contacto con unos y otros, y recobramos algunas de las amistades que parecían estar sepultadas bajo una capa de cualesquiera razones, entendemos que hay realmente llamas que son eternas. Todo ésto, la suma de las partes que genera una causa última, además forma en su conjunto una parte esencial: solo está vivo aquello que alguna vez nació, y como tal, en algún momento ha de morir. De no ser así, no viviríamos, con todo lo que eso conlleva. Con todo lo bueno, con todo lo malo.

Y es curioso, pues el fin es para todos el mismo, por extraño que pueda parecer a simple vista. El fin biológico, la muerte; el fin como meta, el llegar a ser feliz. ¿No estás de acuerdo?
Todos soñamos con lo mismo, solo que, le damos una forma distinta, a mi parecer. Al mío y al de muchos más filósofos, y no tan filósofos. Gente de a pie también lo piensa. Gente que no distingue la filosofía de la simple retórica, el entender del comprender, o el aprender del aprehender.
Se torna sencillo: no hay que ser Aristóteles para abstraer dicha idea. De la misma forma en que no es preciso ser Julio Cortázar para saber que los relojes de mecanismo clásico se atrasan.
Cada cual la suya: cada uno entiende la felicidad de una manera, la experimenta de una forma, se experimenta en ella, y disfruta en ilusionar la misma: hay quien la encuentra ensimismándose (como los filósofos), y quien la encuentra regocijándose en su soledad y su nostalgia (más propio de los poetas). Se la puede ver, pero no con los ojos. En una mirada que carece de expresión, pues en la medida en que miramos, desaparece. Ansiamos echarle el guante a ésta liebre, pues, después de todo, sabemos que de ilusiones no se vive: con ilusiones soñamos, pero vivir, lo que es vivir, no se vive. Sea en forma de casa en la playa, con un gato, con una familia o sin ella, con un coche o con una bicicleta y un jardín. Con una chica, o con un chico. Con muchos niños, o con sólo uno. Con libros por todas partes o con televisores en donde ver vete tú a saber qué. Con mil y una cosas o sin ninguna de ellas: en un barril como Diógenes Laercio, o con un imperio inmenso y poderoso como el de Alejandro. Con altavoces con música clásica, con música de cualquier tipo, o con esa que provoca dolores de cabeza tormentosos. ¿Costa o paisaje de interior? Varían los medios, no los fines.

De hecho, ¿acaso no es cierto que vamos siendo y des-siendo en el transcurso? Dice Diderot en cuanto al genio: "el hombre que lo quiere definir lo siente mejor que lo conoce". Lo sentimos, pero no lo sabemos, por decirlo de alguna forma. Vamos avanzando, y en el avance, vamos dejando de ser lo que en algún momento fuimos. O volviendo a serlo. En nuestro fin está nuestro principio, pero esto se halla a la completa deriva. Siendo y des-siendo. Pero cuidado: solo progresa quien no está vinculado exclusivamente a lo que ayer era, preso para siempre en ese ser que ya es. Se progresa viviendo con cosas que adquirimos con suma delicadeza, y también, desechando muchas de las mismas, arrojándolas al cajón de la indiferencia. Otras se pierden en el olvido, (y digo perderse y no eliminarse, pues en algún momento son susceptibles a ser recuperadas) queramos o no.
Unas veces volvemos a rehacer el camino en busca de algo concreto, otras muchas acabamos por olvidar por entero las causas que nos llevaron hasta éste lugar, al modo de Cobb en Origen cuando termina por olvidar quién es él, en el limbo. Una sucesión de causas explicaría el porqué de que hoy hagas ésto y no lo otro, de que estés aquí y no en cualquier otra parte. Muchas de esas causas son condicionadas, y no son elecciones propias. Pues, realmente, ni el pasado es por entero tal cosa, ni el presente es completamente un ahora inamovible.

Siempre existe un pero, la condición cortapisa: la circunstancia que colorea o provoca la ausencia de color en la obra de arte. La que libera o encierra. La que desata o atrapa. La que actúa como presa y la que nos convierte a nosotros en su presa.
El pincel o la brocha con la que pintar con mayor o menor sutileza ese cuadro. Cuadro en el que algunos pintarán un bosque, y otros un mar. En el que algunos transmitirán tristeza, y otros alegría. Y el que, llegado el caso, unos venderán para pagar el alquiler y llegar a final de mes, y otros, después de adquirirlo, colgarán encima de su sofá para admirarlo de cerca.


Mientras tanto, mientras seguimos cuestionando qué hace el gobierno por nosotros y el por qué no está más de uno ya entre rejas; mientras seguimos desconociendo la situación de nuestra democracia, mientras seguimos sin tener claro cuánto nos resta Hacienda si ganamos el bote de Pasapalabra, la razón de ésto, y el lugar en donde se dedican dichos fondos. Mientras todo eso, nuestro rey abdica. Y nos preguntamos entonces, ¿para bien o para mal? ¿Será significativo el cambio o será insignificante?











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