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martes, 2 de diciembre de 2014

"El mundo que no compartimos".


Y se habla, cada vez más y más, acerca del mundo que compartimos. Mundo que habitamos. Mundo en el que hay escuelas, casas, contaminación y desastre. Así como también carencia, hambre, bonanza y derroche. Una pluralidad de ideas, de nociones, de conceptos abstractos que, a pesar de parecerlo, no son de ninguna forma nociones: son realidades; hay, también, compromisos y chantajes. Humanidad, verdad y falsedad, amor, amistad, desamores, problemas y soluciones. Hay tantas cosas que me cuesta pensar que todas tienen cabida en este mundo. Egoísmo, altruísmo. Hipocresía y mentiras, algunas más dolorosas que otras. Algunas, después de todo, afortunadas.
Hay demasiados aspectos muy impropios, a decir verdad, de éste mundo que habitamos desde no hace demasiado y que, según parece, existe con bastante anterioridad a nosotros.
De hecho, confesaré algo: pienso que, pese a todo, no todas estas realidades comparten sistema. No todas estas cosas conviven en un mismo mundo. En ese mundo del que discurrimos, filosofamos y discutimos. Muchas de ellas, pertenecen a otro mundo por decirlo de alguna forma: a un mundo que de ninguna manera compartimos.

Un mundo en el que integramos lo que conocemos en este y lo hacemos nuestro. Mundo que da cabida a ilusiones singulares y subjetivas, precisamente en la medida en que configuramos ese mundo: en otro mundo, en el del vecino de al lado, eso que postulamos no tiene sentido.
Cada cual, para sí, lo ve a su modo. Unos lo sustentan mejor y otros peor. Otros no lo sustentan.
Cada uno tiene su propio punto de vista. Para ti es así, para mí es de otra forma; y ninguna de las dos es la correcta. Y él cree que sí, mientras el otro que no: y mientras ellos discuten, otros ríen. Y mientras ellos mienten, otros dicen la verdad: y, mientras unos se percatan, otros afianzan dicha mentira, hasta hacerla suya. Hasta la saciedad pensamos, reflexionamos, nos dejamos ir, volvemos en nosotros mismos. Nos equivocamos y ni siquiera nos damos la razón a nosotros mismos. No entendemos, y ni siquiera entendemos que no podamos entender.
Esto no ocurre en plena calle, entre ese griterío que dejaría sordo a cualquiera. Esto no se da en los programas de televisión, en los que el griterío es, en ocasiones, hasta más que en la propia avenida céntrica. Ni en el colegio, en donde niños juegan en el patio o aprenden a leer en el aula; ni en el trabajo, en donde uno suspira cansado de tanto soportar para mantenerse y mantener a los suyos; ni en el sofá que tanto frecuenta aquel que no tiene trabajo y, por ello, permanece en paro, y parado. Ni en la mesa del estudioso que se pierde entre tanto estudio, tanto pensamiento, que más que concreto, es abstracto. Tampoco en la casa de quien confunde editar un texto con rehacerlo por completo: ocurre, entonces, en sus mentes, en sus mundos particulares. En donde sus yo interior son, y serán, tal cosa: interiores. En ese lugar que no es un lugar, en la medida en que no podemos alcanzarlo. En la medida en que no está en ninguna parte. A pesar de que exista.



Podemos estar muy  cerca y no vernos. Podemos saber algo y, al mismo tiempo, desconocer la parte esencial de lo mismo. Y pueden, dos políticos de distinta ideología, uno sin coleta y otro con ella, estar al alcance de la mano y no verse. Pueden, dos amigos, verse y no verse al mismo tiempo. Pueden, dos desconocidos, poder sin saber que no pueden; y mantenerse así, pudiendo, hasta que llegado el caso se demuestre lo contrario. Y no es nada fácil. En realidad, ¿qué lo es?

Después de todo, y como dice Carlos Ruiz Zafón: “en un universo infinito muchas cosas escapan a la razón humana”. O, retractándonos en las palabras de Thomas Kuhn: “quienes proponen paradigmas rivales viven en mundos diferentes”.


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