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viernes, 26 de diciembre de 2014

"Tendencia a deshacerse".


Y no digo al desastre en el título, no. No digo desastre sino a «deshacerse». Es aún peor que el desastre. Se puede amar el desastre, se puede también ser feliz en él. La filosofía creó muchos desastres de los que hoy nos nutrimos  todos. La literatura  también. La religión aún sigue creyendo fielmente en un desastre, en un final trágico, y en una música de redención a lo Wagner que nos salva. Los desastres tienen su gracia, después de todo. Muy diferente a lo que la crisis actual es. No me refiero a semejante desastre. Me refiero a lo puramente artístico, a lo literario.
 
Se deshacen, como decía. A menudo observo (con mayor frecuencia de la que me gustaría) que las personas tienden a desear en exceso. Desear no es malo: es deseable desear, valga la palabrería y la redundancia. Es bueno aspirar, saber qué quiere uno lograr en la vida. Es gozoso tener metas e ir alcanzándolas, poco a poco. O eso, o ir desechándolas a medida que te acercas, pues conforme les arrojas luz entiendes que no tiene ningún sentido seguir caminando hacia ellas.
El problema que aquí vengo a resaltar es otro. Desear, como decía, no es malo. Lo verdaderamente preocupante es lo que se está dando en nuestros días.


Lo que realmente asusta y me da rabia es esa tendencia hacia el querer aquello que uno no tiene con demasiada fuerza, más de la que yo entiendo como deseable. Y no me refiero al ámbito espiritual, de las aspiraciones y de los ánimos y propósitos personales, no. No me refiero en estas líneas al estudiante de medicina que desea ejercer su labor como médico, ni al estudiante de derecho que aspira a ser juez. Ni al periodista que estudia periodismo con miras a ser redactor, ni al filósofo que estudia sin tener claro de qué acabará trabajando pero el cual bien sabe quién es él. Eso me encantaría respirarlo. Por desgracia, lo que respiro está mucho más contaminado.

He aquí el problema, por tanto, sin más preámbulos: lo que me preocupa es que ni ese futuro médico, ni ese futuro juez, piensen tal cosa que refiero. El problema es ese, la tendencia que se inclina hacia los objetos puramente materiales, hacia aquellos que merecen el menosprecio, que nos deshacen como personas, y que, sin embargo (y muy a mi pesar) son recibidos como algo especialmente extraordinario y digno de nuestros sacrificios. Al llegar a amar cosas que se pagan con dinero y dejar de valorar lo demás.

Dicha tendencia de la que hablo se manifiesta con esplendor en navidad. No porque la navidad se reduzca solo a ello, yo no opino eso, cuidado. No es el caso. Es algo bien distinto.
En general, siempre permanece estable dicha tendencia, durante todo el año, en cualquier estación: otoño, invierno, primavera, verano, en todas las épocas hay consumismo. Y no ya consumismo, porque puede consumirse para regalar. Puede existir un consumismo sano, al cual le pertenece su crítica correspondiente, pero sano. Puede consumirse para ser feliz, y para hacer feliz al resto. Criticable, pero respetable. Pero no: hay consumismo para el bien de uno, que lejos de ser tal cosa, hace un mal, te aleja de quien eres. Te hace padecer creyendo que es en eso en lo que todo esto consiste, y no. Pienso que no. En todas las épocas hay personas con el último modelo de móvil en los bolsillos y sin dinero para un café, y como es obvio, sin esa capacidad para ofrecerlo a un amigo. Y mientras tanto, sus bocas, gesticulando la monótona conversación, el tema de siempre (y esta vez no es fútbol, que también): «¿cómo lo pagaré?».


En navidad sucede que los villancicos y los polvorones no dejan espacio para gesticular. No hablan estas personas, no pueden: están ocupadas cantando, sonriendo. Haciendo chistes, leyendo postales de quienes están lejos, con cierta tristeza, y leyendo las ya famosas felicitaciones por mensajes de móvil. Y me alegro, me alegro de corazón: en todo el año no os he visto hacer otra cosa que preocuparos por saber cómo pagar algo que vosotros mismos decidisteis adquirir.

Me causa estupor todo aquello que aleja al hombre de su felicidad. Eso, así como las fotos absurdas que reciben más atención que la muerte de Joe Cocker. ¿Quién es Joe Cocker? ¿A quién le importa leer otra cosa que no sea las malditas «50 sombras»? ¿Para qué leerlas pudiendo opinar sin siquiera ponerse las gafas y contemplarlo bajo la mirada? Hay hasta quien desea que le toque el premio  gordo de la lotería para, con él, literalmente, enterrarse en objetos materiales. Enterrarse en objetos que, con un par de años, no dejarán de ser algo inútil. Más incluso que cuando se adquirieron.

Tienes tanta ropa en tu armario igual que la de tu vecino que muy difícilmente distinguirías el suyo del tuyo. Tienes el mismo móvil que toda la gente de tu círculo. Y si no, deseas tenerlo. Te reconcome no tener ese, el último. 


Las mismas tendencias, la misma ropa. ¿Qué modelo de coche te gusta, pasando por alto el americano ostentoso y el del jugador de fútbol? ¿Vas a los mismos museos? ¿Prefieres realismo o surrealismo? ¿Ficción, drama? ¿Qué lees? El propio Ortega y Gasset decía aquello que «somos hijos de nuestro tiempo» sobreentendiendo que podemos compartir costumbres comunes, hábitos, todo lo que viene a ser nuestra cultura compartida. Según mi punto de vista, lo que hoy se da va más allá: son copias de copias, son todos lo mismo. El mismo jersey, el mismo ordenador, las mismas gafas de sol. A todos les cae en gracia el móvil de la manzanita y nadie es capaz de decir «no lo quiero», nadie es capaz de ponerse a leer durante un partido de fútbol. Y lo que es peor, en muchos casos, la misma circunstancia: insolventes. Las mismas deudas. Las mismas penurias que, si te paras a pensarlo (difícil, ¿verdad?) no son penurias como tal: no son lo que dicen. Y me refiero, como es obvio, a quienes se echaron la soga al cuello y brindaron por ello. Al mileurista que hoy malvive pero recibe las llamadas del banco en su móvil de seiscientos euros.

Tristemente hay cada vez menos gente en los parques, en las librerías, en los museos, en las bibliotecas. Y dejando ya de lado el ámbito que muchos pueden tachar como repipi, repelente y empollón: hay también muy poca gente viajando. Hay también muy poca gente que invierta su dinero en él, y no me refiero a limpiezas de cutis o demás chorradas: me refiero a irse de vacaciones con esos novecientos euros, y no, en consecuencia, invertirlos en un móvil que apenas cabe en el bolsillo. Hay muy poca gente en los bares, y muchos delante de su televisor.

Decía no hace mucho uno de mis profesores que: «necesitamos de vez en cuando un poco de irracionalidad. Como el estudiante que aprueba y quema sus apuntes, a pesar de que admire la materia estudiada». Y lleva razón. Pero, en el caso que traigo a colación, siento decir que se nos ha ido de las manos. ¿Trabajar durante un mes para cobrar mil euros y gastarme novecientos en un teléfono? ¿Estamos locos? Tristemente, la respuesta parece ser bastante obvia. Y no lo estoy respondiendo yo: lo estás pensando tú.


Querer con ese ansia lo de fuera denota que lo de dentro apenas se guarda en estima. 
Y, qué quieres que te diga, a mí me daría pena depender de dinero para ser feliz.

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