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jueves, 8 de octubre de 2015

Vivo en conversación con los difuntos.


Soy filósofo desde mucho antes de disfrutar de esta oportunidad que hoy me brindan mis padres: cursar el Grado en Filosofía. Dicha filosofía de la que soy partícipe me reporta muchos más recursos y beneficios que los que posiblemente obtenga dentro de apenas un año, cuando el Gobierno de España y la Universidad de Málaga me consideren, a ojos del resto, "Graduado en Filosofía". Nunca me ha entusiasmado tener posesión de un papel que diga que soy algo: prefiero demostrarlo con hechos. Y me lo he demostrado a mí mismo durante estos años, los libros lo saben.

Soy, además de un Graduado en un tiempo próximo, filósofo desde siempre. Desde los 6 a los 15 años leía a desgana y contando con un incentivo; hoy, dicha semilla germina, y leo con bastante pasión y sin incentivo material alguno: mi único incentivo es el saber. Atento en la lectura o en una mosca, como cierto profesor mío en primaria se quejaba acerca de mi persona. Tanta atención ponía en cualquier cosa que con frecuencia solía aislarme sin querer, de modo inconsciente: tanto que contaba con los dedos mi felicidad, como si aquello fuera cuantificable. Extraño en un niño de mi edad, lo mismo que aquellos relatos infantiles que escribía y que servían como huella de mi particular persona. Dudaba en exceso, todo sea dicho. Aunque a la larga, todo sea dicho, resulta que esto último no ha sido un defecto precisamente. 

La duda me ha llevado hasta esta orilla, y hoy, muy alejado en el tiempo de eso, reflexiono acerca de mis más fieles compañeros de viaje. Esos que suscitan en mi mente aquellas palabras de Quevedo que dicen así: "Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos". Esos que el traductor se esfuerza en ponerme de mi lado.
Les doy voz, protagonismo, y un lugar privilegiado en la peana de mi museo particular:

Ciertamente, sigo aquí. Puede que no me recuerdes: sospecho que me has reemplazado. No quise creer a todos aquellos que me alertaron sobre ti, que me avisaron. Me explicaron que haces esto con todos: me has dejado caer en el olvido. Siempre fui fiel: compañía atemporal. Allí estuve cuando me necesitaste, siempre dispuesto. Callado, paciente, sin sonreír porque no puedo. De hecho, cuando te plazca, seguiré en donde me has dejado, de igual modo paciente y dispuesto. Sé que no es innovador lo que ofrezco, pero cuenta tuya es ver lo mismo o ver diferencias en esa conversación que a tu atenta mirada suscito. En esa historia que permanece sin cambios por el paso del tiempo y que, pese al hecho, alguna que otra mirada pone patas arriba.

Quizá culpa mía el estrepitoso golpe, la decepción desmesurada, al dejar de ver cómo me mirabas con ganas, con un movimiento de ojos de izquierda a derecha casi rítmico; pues debí verlo. Debí darme cuenta, solo que no pude. Quizá no quise ver que ahí donde estaba yo había otros dos, tres, a veces hasta cuatro más con los que pasabas el rato. ¿Son esos cuatro la razón por la que hoy resido en el olvido? ¿Son esos más interesantes que yo? ¿Mejores? ¿Qué ofrecen? Algún título esperanzador. Quizás te sientas más identificado con sus quehaceres que con los míos, o puede ser que él sepa llenar tus vacíos mejor que yo. 

Me resigno y observo, desde el más puro anonimato. Cerca o lejos, pero de modo anónimo. Pacientemente espero, a que de nuevo, el gusanillo te lleve a mí, y me devuelvas aquello que me robaste. Aquello que algún día fue tuyo, y que sin embargo, a pesar de siempre ser mío, yo no lo puedo disfrutar. Está dormido en la penumbra, a la sombra, esperándote. Espero, sin más, que me devuelvas la vida. Esa que, como sabrás, sólo tú sabes darme.

Es cuestión de tiempo que nos volvamos a encontrar.

Atte. Un libro.

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