“¿Cuáles
son mis meditaciones acerca de Dios y el alma
y la creación del mundo?
Yo qué sé. Para mí pensar en eso es cerrar los ojos
y no pensar. Es correr las cortinas
de mi ventana (y eso que mi ventana no tiene cortinas).
¿El misterio de las cosas? ¡Cualquiera sabe qué es misterio!
El único misterio es que exista quien piense en misterios.
Quien está al sol y cierra los ojos
comienza a no saber lo que es el sol
y a pensar muchas cosas rebosantes de calor.
Pero abre los ojos y ve el sol
y ya no puede pensar en nada,
pues la luz del sol vale más que los pensamientos
de todos los filósofos y de todos los poetas juntos.”
(Fernando Pessoa, "Un disfraz equivocado").
(Fernando Pessoa, "Un disfraz equivocado").
“Para mí pensar en eso es
cerrar los ojos y no pensar”. Los sinceros versos de Pessoa se quedan flotando
en el aire. Son muchas las reflexiones que a la luz de este poema podrían erigirse, (entre otras, me gustaría apuntar la perfecta caracterización de la estética hacia el final del fragmento). Esas provocativas palabras, sin embargo, provocan en mí una aparición: una nítida idea en forma de personaje cuya suerte le lleva a naufragar en mi mente.
Un personaje que, en cierta medida, podría decirse que huye de la realidad
(cerrando los ojos) para hallarla (el cual, precisamente, constata que parte de su hallazgo es comenzar a no saber). Aquel que con expresión
aturdida y confusa baja las persianas, corre las cortinas torpemente, y se dirige con un paso
lento pero firme hacia un cómodo sillón, al albor de la chimenea. Ubicado en un
lugar cálido, oscuro y solitario a partes iguales. Lugar placentero y que, en síntesis, le permite pensar. Huyendo de la luz del sol,
abstrayéndose de toda compañía, se deja caer al sofá con brusquedad, como
muestra de cansancio. Mira a su alrededor con cierta extrañeza, buscando un no sé qué en un no sé dónde. Como quien no sabe dónde está, o siquiera si está; como quien no recuerda quién es, ni quién fue. Esto último le despierta una
duda a este singular personaje que mis pensamientos ocupa, quien acto seguido
se pregunta en voz alta algo parecido a lo que sigue: “¿Puedo afirmar que
siempre he sido el mismo? ¿He sido alguien
en sentido estricto? ¿Considerar una continuidad en eso que acaso me atrevo a
designar como yo no es, sin más, una
ilusión?” Las preguntas quedan abiertas. La cuestión pregunta demasiado y es
pregunta prematura, parece contestarle el silencio, el cual irremediablemente
sale al encuentro, tan perturbador como ensordecedor. Tan impaciente como de
costumbre.
En ese momento, el protagonista
de mi imaginación termina de escribir unas líneas. Parece sonreír. Echándose hacia
detrás y devolviendo la mirada a la ventana, que sigue con las cortinas echadas
y las persianas bajadas, sumido en la oscuridad de aquella habitación, suspira, y retirando la mano de encima, nos desvela de modo inconsciente el
contenido del papel. En la anotación escrita se plantean algunas reflexiones en
torno a la existencia del mundo, la importancia de la razón, y la de un posible
método para guiar a la misma. A este conjunto de pensamientos, escritos a pluma, en latín y con algunos tachones (signos, en todo caso, de que algunas ideas aún están
siendo trabajadas, elaboradas, pensadas), le precede una firma bastante ilegible, en la
que con cierto esfuerzo puede leerse: René Descartes.
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